Los cargos festeros de las fiestas de moros y cristianos tienen sus orígenes en las denominadas milicias, también conocidas posteriormente como “soldadesca”, que participaban desde el siglo XVI en las procesiones, romerías y rogativas, así como también en otras celebraciones cívicas, realizando alardes de arcabucería. Nuestra milicia, creada durante el reinado de Felipe II, reclutaba a los vecinos de nuestra población para guarnecerla y acudir en defensa de los pueblos de nuestra costa, atacados por piratas sarracenos. La componían tres compañías de cien hombres cada una. Al mando había un capitán elegido por acuerdo de nuestros magistrados entre las familias nobles, cuyo distintivo, al margen de la espada, la daga y una jineta o lanza muy decorada, era la banda roja de seda terciada del hombro derecho ceñida con un nudo y lazo al lado izquierdo de la cintura.
Las tres compañías dirigidas por el capitán, o por el alférez en su ausencia, participaban en la revista y desfile militar el día que era visitada por el maestre de Campo o representante, así como cuando se dirigían, por turno, anunciados a los sones de trompetas y tambores, a los concursos de tiro donde se premiaba al soldado con mejor puntería. Con el transcurso del tiempo, estas compañías de arcabuceros se convirtieron, según algunos historiadores, en las comparsas de cristianos y el desfile militar derivó en la entrada. Los personajes que participaban en ellas, vestidos todos “a la alemana”, que más tarde denominaríamos “a la antigua española”, fueron entre otros: el Capitán, Alférez, Sargento Mayor, Abanderado, Caporal o Cabo de Escuadra y Soldados; que según las armas utilizadas se designaban como piqueros, a los que llevaban una especie de lanza de unos 26 palmos, arcabuceros, a los que utilizaban el arcabuz y rodeleros, a los que empleaban tan solo espada y escudo. A ellos se sumaban los Músicos militares, integrados principalmente por pífanos y tambores. La misión del Sargento Mayor era vigilar la disciplina, el orden y la administración de la compañía. Por este motivo se le exigía saber leer, escribir y contar. Utilizando hasta finales del siglo XVIII como armas la espada, la daga y la alabarda.
Los Sargentos Mayores, desaparecidos de nuestra historia festera y que gozaron de autoridad y popularidad, quedan reflejados, junto a los demás cargos de nuestros moros y cristianos en el primer reglamento de la Sociedad de Festeros aprobado el 30 de marzo de 1880 por el gobernador de nuestra provincia José Botella Andrés (ocupó el cargo desde el 29/12/1879, hasta el 18/02/1881) y redactado por la propia sociedad tras su creación. En él figuran como su primer presidente el kábila Rafael Marcos Montés, figurando como secretario Francisco Vila. Un nuevo paso institucional y estructural fundamental, devenido de la recuperación del festejo en 1878, gracias a la labor y entusiasmo de un grupo de personas entre las que se encontraban el alcalde de la Villa, el abogado José Nadal Insa. Una persona de relevancia, conocida en nuestra historia por su responsabilidad e interés en el desempeño de sus cargos (alcalde, Administrador de los Fondos de la Purísima y Administrador del Santo Hospital Beneficencia, entre otros), que sumó sus esfuerzos a los del rector de la parroquia de San Carlos, José Ramón Ferri Sancho, de cuyo celo y fervor en pro del culto al Ssmo. Cristo de la Agonía dio numerosas pruebas.
Designados por la Sociedad de Festeros en número de dos (uno cristiano y otro moro), eran ataviados de modo singular con los ropajes que ella les proporcionaba, siendo responsables de sus deterioros extraordinarios, los cuales debían sufragar. Los Sargentos Mayores eran remunerados económicamente, al igual que los Embajadores, trompeteros y tamboreros. Abrían la marcha en los diferentes actos festivos al tiempo que, según el art. 47 debían “…comunicar las instrucciones que recibían del Presidente o del que lleve la voz en la comisión encargada de dirigir las fiestas, a los primeros truenos de las comparsas, quienes las tramitarán a sus Sargentos para el debido cumplimiento”.
Las funciones festivas de los Sargentos Mayores comenzaban el primer día con el toque del alba, cuando partían con las comparsas y sus músicas a recorrer en alegre diana las principales calles y plazas de la población, para después, a las seis y media y en el acto de la Entrada, principiar el desfile de cada ejército formando parte de la capitanía, a la que seguían las diferentes comparsas según el orden de antigüedad en su inscripción en las fiestas. Dentro de esta norma se exceptuaba a la que ostentaba la capitanía, que formaba la primera y la que desempeñaba el cargo de abanderado que ocupaba el centro del desfile. Su cometido se continuaba con la disposición esa misma tarde de la revista de armamento y municiones, que se continuaba con la batalla a los pies de la Loma de Santa Ana, prosiguiendo con la procesión de la Baixà, una vez atravesado el Pont Vell, la cual encabezaban. Organizaban además las comitivas que, desde la Casa Consistorial, y tras la entrega de las enseñas a los correspondientes abanderados, se dirigían al templo de San Carlos para participar en la solemne misa con sermón, así como de la procesión general, y cuantos actos y servicios les recomendaba la propia junta. Los Sargentos Mayores nada tuvieron que ver con los sargentos que cada comparsa poseía por cada diez de sus componentes, cuyas funciones, al margen de las atribuidas por la propia comparsa, como portar el farol en la retreta, proporcionar y cuidar de armamentos y enseres…, eran según el art. 49: “…vestir sus peculiares trages (sic)de fiestas y en regular formación presidir la música en el pasacalle para la publicación de las fiestas: A auxiliar a la Junta de Gobierno de la Sociedad en la recaudación de las cuotas ordinarias que se acuerden: y en la distribución de papeletas de convocatoria para todas las Juntas que se ofrezcan…”. A cambio de todos estos servicios fueron considerados socios, sin satisfacer la correspondiente cuota.
Los Sargentos Mayores, con atribuciones diferentes, siguen vigentes en muchas poblaciones, algunas de las cuales los denominan Alcaldes de Fiestas y, como ellos, controlan horarios, itinerarios, orden en formaciones evitando cortes y haciendo cumplir el reglamento. Son el fiel reflejo, en el caso de Ontinyent, de una fiesta cambiante, volátil, adicta a la novedad y la modificación, que los dejó perder, como tantas otras cosas, entre sus páginas de oropel.